Martin Heidegger: in memoriam
WILLIAM J. RICHARDSON
WILLIAM J. RICHARDSON
A la fatigada edad de ochenta y seis años, el anciano volvió al Hogar
para morir. “El hogar es el lugar de donde uno parte” (T. S. Eliot), y el hogar
para Martin Heidegger era
Messkirch, un pequeño pueblo suabo cerca de la frontera suiza, donde él nació.
En un sentido, nunca lo dejó. La figura baja, gruesa, el rostro ancho, con
bigotes, sombrío, las manos pesadas, la voz ronca, el paso largo, lento, todo
pertenecía más al paisano yendo pausadamente hacia sus tareas matutinas que al
profesor universitario caminando con paso largo al podio para dirigirse a una
audiencia tan amplia como el mundo. (Sus Obras Completas ya parcialmente traducidas a más de
cincuenta idiomas, serán publicadas en 57 volúmenes). En los
primeros años, a veces hasta llegaba a usar vestimentas paisanas en el aula. De
todos modos, parecía sentirse mucho más cómodo en casa con la gente simple de
Messkirch que con sus pares académicos. Sólo sus ojos -ojos penetrantes, investigadores,
implacablemente insatisfechos- revelaban la profundidad, desasosiego y rigor de
la búsqueda incansable para articular lo que el paisano en él vivenciaba como
la simple cercanía de hogar.
El círculo pleno de esa búsqueda encuentra una especie de auto-expresión
en un ensayo poco conocido con el que una vez conmemoró (1949) la muerte del compositor de Messkirch, Conradin Kreutzer. Es una breve
meditación pastoral del pensador maduro cuando pisa nuevamente un sendero de
vuelta a casa que él primero llegó a conocer como niño. El sendero lleva desde
el portón del patio cruzando hacia Ehnried y volviendo. A través de prados,
montes, bosques, y el brezal llega al fin al muro del castillo. Detrás del
castillo mismo surge la Iglesia de San Martín con su campana antigua “sobre
cuyas sogas las manos infantiles se
habían calentado por la fricción”. Luego, a lo largo del muro del castillo el
sendero continúa hasta que llega nuevamente al portón del patio para finalizar
donde comenzó. “El fin está allí desde donde partimos” (T S. Eliot).
El sendero guarda memorias ricas para el
pensador, “los juegos tempranos y primeras elecciones”. En los bosques, él
solía modelar botes de juguete de la corteza de los árboles que su padre talaba
y los enviaba a viajes simulados mucho antes que él supiera cómo era embarcarse
en un viaje que dejaría atrás todas las orillas familiares. Luego estaba el
añoso roble que cobijaba un banco toscamente labrado, donde, como estudiante
universitario, leería los grandes pensadores del pasado hasta que, agobiado por
sus complejidades, los pondría a un lado para encontrar consuelo en el sendero
mismo que le hablaba sólo de... bueno, “lo Simple”. Era lo Simple lo que nunca
cesaba de cautivarlo, la Fuente primigenia, el Origen silencioso del cual todas
las cosas emergen a-la luz y se anuncian como lo que son. ¿Cuál es su
significado? ¿Cómo darle un nombre apropiado?
Por cierto, la primera manera con la que supo llamarla fue “ser”, pero
eso era al principio de su camino. Él mismo una vez describió la experiencia
inicial. A la edad de 18 años (en su último año de Gymnasium en Konstanz), un sacerdote amigo le había dado una copia de la
disertación doctoral de Franz Brentano, Sobre el múltiple significado del ente según Aristóteles (1862). “Sobre la portada de esta obra, Brentano cita la frase de
Aristóteles: tò ón
légetai pollachós. Yo traduzco: “Un ente (Seiendes: “lo que es”) se hace manifiesto (i. e., con miras a su ser) de muchas
maneras “Latente en esta frase está la pregunta que determina el curso de mi pensar: ¿cuál
es la determinación simple, una del ser que domina e impregna a todas las
múltiples significaciones? [...] ¿Cómo pueden ser llevadas a un acuerdo
comprensible? Este acuerdo no puede ser aprehendido sin primero hacer surgir y
colocar la pregunta: ¿de dónde recibe el ser como tal (no meramente el ente
como ente) su determinación?” Esto lo puso a él en mucho sobre su camino, y
aunque él se cansó del término “ser” (“esa palabra largamente tradicional,
altamente ambigua, ahora gastada”), la pregunta misma lo perseguiría hasta el
fin.
Los detalles de los pasos tempranos del viaje parecen menos importantes
en el momento: el rol esencial de la existencia del hombre (Dassein)
en la experiencia del ser (pues sólo el
hombre puede decir “es”); el valor de la fenomenología como un método de
explorarlo (pues la fenomenología permite a los entes revelarse como lo que
“son”, esto es, en su ser); el rol del tiempo en el proceso (pues los entes
“son” en tanto ellos vienen-a-la-presencia, de allí comportan las dimensiones
de tiempo pasado-futuro-presente); la finitud esencial de la experiencia (la
misma existencia del hombre, como abierta al ser, está circunscripta desde el
comienzo por límites, siendo la “muerte” el límite absoluto de la existencia
humana). Cómo la totalidad de esto se cristalizó en el majus opus,
Ser y Tiempo (1927), es algo que debe ser explicado por los
filósofos. Lo que importa ahora es solamente el hecho de que las complejidades
propias de Heidegger se desenvolvieron en un intento por articular lo Simple,
esto es, la experiencia simple del ser, la única con la cual se sentía en casa.
Seguro, la empresa misma no era simple. Si comenzó con un análisis
fenomenológico de la existencia del hombre en su finitud (como ser para la
muerte), ello tenía que moverlo hacia una confrontación con la filosofía, esto
es, con la “ontología”, o con la metafísica como él la entendía (desde Platón
hasta Nietzsche) en la tradición filosófica de Occidente. La metafísica para él
se ocupa de entes (lo que es) y por lo tanto descansa sobre -pero no explora-
el misterio del ser que es su fundamento. Su búsqueda por el significado del
ser, entonces, era tanto un minar (en ese sentido una “destrucción”) de la
Metafísica como una fundación de ella sobre su fundamento esencial. Demandaba,
por lo tanto, un tipo de pensar que era mucho más fundamental, esto es,
“fundacional”, que el que la metafísica, así entendida, podía conseguir.
La empresa implicaba, también, una crítica de
la cultura contemporánea, que él veía olvidada del ser. El describía la edad
moderna como la época de la “técnica” (die Technik). Por técnica entendía más
que “tecnología”. Más bien, la técnica, para él, designaba la manera en la cual
el ser se manifiesta en la época actual de la historia de tal forma que el
hombre experimenta los entes con los cuales él se ocupa (incluyéndose a sí
mismo) como objetos que pueden ser sometidos a su control. Es en tanto
consecuencia de esta experiencia que la “tecnología” se torna posible. Pero por
la misma señal, el ser mismo (como revelándose y ocultándose en esta
experiencia) pasa tanto más fácilmente desapercibido, de manera que el hombre
se mantiene olvidado de su esencial estar-en-casa con el ser (lo Simple). Ello
es la razón por la que el hombre contemporáneo se encuentra a sí mismo tan
desarraigado y sin-hogar (“alienado”) en el mundo de los objetos, a pesar de
sus logros tecnológicos.
Luego hubo otra clase de complicación en su vida: la malhadada
asociación con la política alemana en 1933, por la que muchos de sus críticos
nunca le perdonaron. Las alegaciones son muchas, los hechos son
pocos y no es éste el lugar para reconsiderarlos. Lo que está claro es que
Heidegger llegó a ser rector de la Universidad de Friburgo en mayo de 1933,
poco tiempo después que los nazis llegaron al poder, y renunció a su rectorado
prematuramente el siguiente mes de febrero por un conflicto con el gobierno
sobre cuestiones administrativas (no ideológicas). Menos conocido es el hecho
de que él aceptó el puesto principalmente por la importunidad de sus colegas
universitarios que esperaban que su prestigio les posibilitaría resistir la
invasión de la Universidad por la ideología nazi. Una razón secundaria fue la
esperanza personal que él tendría una oportunidad de reorganizar las facultades
de acuerdo a los principios que fueron sugeridos en su conferencia inaugural:
“¿Qué es la Metafísica?” (1929), .y basada en su concepción de la unidad dé las
ciencias como fundadas en la experiencia del ser. No hay duda que
había un “compromiso” a lo largo del camino, pero no hay duda, tampoco, que
después de su renuncia él fue mirado sospechosamente por los nazis, y que los
muchos cursos sobre Nietzsche que siguieron constituyeron una sutil pero
genuina confrontación con la ideología nazi.
Pero estas fueron todas complejidades, lo que importaba era lo Simple
(esto es el ser). El interrogó a los primitivos griegos y los encontró hablando
sobre phýsis, lógos, a-létheia, y él meditó
sucesivamente cada uno de estos términos. De una manera especial le intrigaba
la a-létheia -”verdad”, sí, pero en el sentido de
“des-ocultamiento”, de ahí “liberación” de la oscuridad y en ese sentido
“libertad” en sus orígenes. Luego estaba el lógos, la
original “colección”, esto es, cohesión, de entes que encontraron su respuesta
correlativa en el lógos, esto es en el lenguaje del
hombre. Esta meditación sobre la naturaleza del lenguaje se convirtió en un
medio de acceso a lo eminentemente Cuestionable, esto es, al ser-como-lógos,
a lo Simple. De ahí su fascinación por la poesía. Pronto la correspondencia del
hombre con lo Simple en la forma de pensamiento fue paralelo a la
correspondencia del hombre con el ser-como-lógos, esto es, con el
lenguaje ab-origen, en la forma de “poetizar” (Dichten). Para
Heidegger, entonces, pensar y poetizar -no logro técnico- se convirtió en la
“medida corriente” de la actividad genuinamente humana.
El investigador solitario encontró un compañero de viaje a lo largo del
camino, en el poeta Friedrich Hölderlin. Hölderlin no era tan sólo un poeta
entre el resto que ejemplificaba una cierta teoría de la poesía, sino el “poeta
del poeta” que articulaba en un lenguaje lírico todo el proceso del poetizar.
En los poemas Vuelta al hogar y Re-colección, en
particular Hölderlin articula una experiencia que fue paralela a la propia de
Heidegger. Ellas describen el proceso por el cual el poeta aprende a poetizar.
En su juventud, el poeta crece en un ambiente familiar ligado al hogar.
Intrigado por los entes de su alrededor y añorando una comunión más profunda
con ellos, sin embargo fracasa en darse cuenta que la fuente de cercanía a
ellos es el ser mismo como su fuente -fuente que es conocida sólo a través de
los entes que saltan de ella, mientras ella, ella misma, se oculta dentro de
ellos-. Fascinado por los entes, más aún, no dándose cuenta que es su Fuente la
que él anhela experimentar más profundamente, el poeta permanece sintiéndose
molesto e insatisfecho. Finalmente, es llevado a dejar el hogar y buscar el
“fuego celestial” (esto es, el ser como tal) de la tierra sureña. Pero allí es
casi quemado completamente por sus rayos y pronto aprende que él no está
destinado para la absoluta exposición al fuego abrasador del ser, sino que debe
retornar a la sombra del país natal, donde los entes (por su finitud) moderan
su calor. Habiendo retornado de su viaje al hogar (Vuelta al hogar), él
puede entonces re-cuperar (Recolección) su experiencia del fuego
celestial como filtrado ahora a través de los entes de su alrededor. De este
modo llega a estar “en el hogar” en el hogar en cercanía de la Fuente. Su labor
poética es llevar toda esta experiencia a palabras a través de un auténtico
poetizar.
Del mismo modo que Hölderlin así lo interpretó, Heidegger anunció al
hombre contemporáneo, como víctima de la técnica, la necesidad de llegar a
estar “en el hogar” en el hogar cerca de su Fuente, esto es, en el ser. Al
mismo tiempo, insistió que este nuevo darse cuenta no es algo a lo que el hombre
puede llegar por sus propios medios. Particularmente en el actual estado de
abandono del hombre, sólo una nueva revelación del ser puede “salvar” al
hombre. En una entrevista dada en 1966 al semanario alemán, Der Spiegel,
Heidegger declaró que la filosofía como tal en su sentido tradicional era
inútil para llegar a alcanzar esta intelección. Por el contrario, “sólo un dios
puede salvarnos. La única posibilidad disponible para nosotros es que por el
pensar y el poetizar preparemos una apertura para la aparición de un dios...
nosotros no podemos darlo a luz por medio de nuestro pensar. En el mejor de los
casos, podemos despertar una apertura para esperar(lo)”.
Debemos esperar una nueva revelación de un dios, entonces. Pero ¿qué
clase de dios sería éste? No un ente personal, parecería, en cualquiera de los
sentidos que se ha dado a la palabra “dios” en el pensamiento occidental. Con
toda probabilidad, Heidegger estaba usando la palabra en el sentido que aparece
en las interpretaciones de Hölderlin, esto es, como una manifestación altamente
específica del ser como “lo Sagrado”.
Por cierto, tal lenguaje, es fácilmente despistante y origina toda la
espinosa cuestión de la relación entre la experiencia heideggeriana del ser y
el dios de la tradición judeo-cristiana de Occidente. Ella no puede ser
resuelta aquí. Baste recordar que los comienzos de Heidegger fueron
profundamente enraizados en esa tradición. Su padre había sido sacristán de la
Iglesia de San Martín detrás del castillo, y cuando él escribió en El Sendero
“lentamente, casi vacilantemente, once campanadas de la hora suenan en la
noche. La vieja campana [...] tiembla fuertemente bajo los golpes del martillo
de las horas cuyo extraño rostro oscuro nadie olvida”, aparentemente había
registrado aquí algo acerca de una experiencia en el hogar que él mismo nunca
olvidó. Los tempranos pasos en su búsqueda por el significado del ser lo
llevaron primero al Seminario Católico Romano en Freiburg, luego a un breve
postulantado en la Compañía de Jesús, antes que él volviera a la Universidad de
aquella misma ciudad para dedicarse definitivamente a la filosofía. Cuando
finalmente comenzó a enseñar en Freiburg, su interés por la religión no menguó.
En 1920-21, por ejemplo, ofreció cursos intitulados, “Introducción a la Fenomenología
de la Religión” y “Agustín y el Neoplatonismo”. Cuándo, cómo, y por qué comenzó
su descontento por la cristiandad eclesiástica es, sobre la base de la
evidencia actualmente disponible, una cuestión de conjeturas.
Retrospectivamente, sin embargo, es comprensible que un dios personal en el
sentido tradicional se tornaría más y más problemático para él cuando
profundizó más la naturaleza del ser como diferente de los entes, aun si uno de
éstos entes fuese pensado (cfr. en metafísica) como “supremo”. Es comprensible,
también, cómo la fe parecería extraña al pensar si, realmente, “la naturaleza
incondicional de la fe y el carácter interrogante del pensar son dos esferas
diferentes que son un abismo aparte”.
Comprensible, sí, pero no enteramente aceptable en totalidad. ¿Es el
dios de la tradición judeo-cristiana nada más que un ente como el resto aun
cuando es designado “supremo”? Seguramente identificarlo con la causa sui
del racionalismo germano, como Heidegger pareció hacerlo, es malvender los
esfuerzos de una tradición entera de pensamiento que presupuso hablar de Dios
sólo por analogía y como resultado desarrolló toda una “teología negativa”.
Nuevamente, si uno toma el “carácter cuestionante” del pensamiento para
significar (como él sugirió) una “disposición para conocer” -donde
“disposición” significa auténtica “resolución”, y “saber” significa “ser capaz
de emerger a la verdad”, (esto es) “la manifestación de los entes”- entonces un
tal pensamiento está realmente separado de la fe por un abismo infranqueable,
si esto ha de ser tomado como una apertura resuelta al Misterio
automanifestativo -y “todo en la espera” (T. S. Eliot)-.
Esto puede ser el ser, según Heidegger lo experimentó. Sin embargo, no
es el dios como Heidegger lo entendió, y aunque él respetaba -y alentaba- los
esfuerzos de los teólogos que encontraron inspiración en su pensar (cfr.
Bultmann, Rahner, Macquarie, et al.), firmemente rehusó
aliar los esfuerzos de ellos a los suyos propios. Para él, sólo había el
implacable ir por el camino, esto es, por el sendero cuyo mensaje hablaba sólo
de... lo Simple. “El mensaje del sendero despierta un sentido que ama la
libertad y, en un lugar propicio, salta por sobre la tristeza hacia la
serenidad... esta serenidad conocedora es un portón a lo eterno... El mensaje
nos hace sentir en el hogar después de un largo origen aquí”.
De este modo, ahora la campana de la Iglesia de San Martín ha dado la
medianoche, y “con la última campanada la quietud se ha tornado aún más
quieta... Lo Simple se ha tornado más simple”. Por todos los relatos, el final
de Heidegger fue sereno, y se dijo que por su propio pedido él fue enterrado
con una ceremonia Católica Romana. ¿Era, luego, un final o un comienzo? Lo que
ciertamente sabemos sólo es que era un retorno al lugar de donde él partió,
después del largo origen aquí. Aquellos, que admiraban su genio, aprendieron
mucho de sus esfuerzos y lo honraron por su fidelidad a su búsqueda -por su
propia infatigable apertura a la espera- y pueden sólo respetar el silencio de
aquel momento. Pero ellos pueden esperar... Que “el inexhaustible poder de lo
Simple” (alétheia, el lógos) finalmente le
rindió su propio nombre a él, como para. “sorprenderlo” -y “liberarlo”- en el
final. ¡Quiera su serenidad conocedora realmente resultar un portón a lo
eterno!
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