Fue Duchamp quien a principios de los setenta me situó en la pista
del enigma Roussel: "En 1911, asistí con Picabia y Apollinaire en el
Teatro Antoine a la representación de Impresiones de África, de
Raymond Roussel. ¡Fue formidable! En escena había un maniquí y una
serpiente que se movían muy poco, todo muy loco, muy insólito. Ese
hombre fue un revolucionario: al nivel de un Rimbaud. Rompió con todo
(...) ¡Qué personaje sorprendente! Vivía encerrado en sí mismo, en su roulotte, con las persianas bajadas. ¡Tuvo una vida extraordinaria! Y, al final, ese suicidio...".
Aunque el suicidio era lo más enigmático, todo en aquel comentario de
Duchamp me dejó intrigado. Unos días después, supe que si Roussel vivía
encerrado en sí mismo y con las persianas de su roulotte
bajadas era porque pensaba que estaba rodeado de esplendores todo lo que
escribía y temía la menor fisura que pudiera dejar escapar los rayos
luminosos que salían de su pluma. Quedé impresionado, no podía ni
creerlo. Fui a comprar su novela Locus Solus, que acababa de publicar Seix Barral. Y hoy ese ejemplar es una de las cinco piezas más queridas de mi biblioteca.
Vivía con las persianas de su 'roulotte' bajadas
porque temía la menor fisura que pudiera dejar escapar los rayos
luminosos que salían de su pluma
Recuerdo la primera vez que terminé Locus Solus. Al cerrar
el libro, tuve la impresión de que cerraba la losa que caía sobre mi
propia tumba. Supe que a partir de entonces iban a quedarme
obsesivamente grabados, en una atmósfera de descanso eterno, todos los
secretos de aquella finca singular, sin similitud alguna con otras que
pudiera uno encontrarse por aquí o por allá, por los senderos de la vida
o de la literatura. Y también supe que no tardaría en variar
notablemente el rumbo de mis lecturas. Porque Locus Solus de
Roussel (1877-1933) no sólo me pareció una propuesta literaria que se
tomaba insólitas libertades sino que, además, estaba muy alejada de lo
que hasta entonces en mi tierra me habían dicho que era una novela.
Decía Leopardi que la vista del cielo es quizá menos agradable que la
de la tierra y de los campos, porque es menos variada, y también menos
semejante a nosotros, no nos es tan propia, pertenece menos a lo
nuestro... Y sin embargo, si la lectura de Locus Solus me
pareció tan agradable y me conmocionó con fuerza fue precisamente porque
el libro no lo sentí nada cercano y propio, sino lo contrario:
seductoramente extraño y extranjero, profundamente glacial y ajeno.
La novela es una tarde interminable. Así la recuerdo, en un primer
momento, siempre que me decido a recordarla. Luego, si me acerco más al
libro, voy viendo que Locus Solus es también un paseo por ese
Lugar Solitario que es la propiedad monumental de Martial Canterel, un
itinerario iniciático a lo largo de una tarde en la que este científico
va mostrando a sus invitados los inventos y máquinas solteras que
pueblan la villa de Montmorency, rarezas e invenciones que a medida que
avanza la narración van haciéndose cada vez más geniales. Y así, por
ejemplo, tras un martinete formado por un mosaico de dientes y un enorme
diamante de cristal relleno de agua en la que flota una chica que
baila, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Danton, llegamos al
pasaje central, el más inolvidable, el que nos persigue muchos años
después de haber leído este libro: la descripción de ocho escenas que
tiene lugar en una enorme galería acristalada. Descubrimos que los
actores son en realidad gente muerta que Canterel ha reanimado con resurrectina, un fluido de su invención que si se inyecta a un cadáver reciente hace que represente el incidente más importante de su vida.
"Cubierto de pieles, un ayudante de Canterel ponía o quitaba a
los ocho muertos su autoritario tapón de vitalium, y si era preciso
hacía sucederse sin interrupción las escenas, cuidándose regularmente de
animar a un sujeto poco antes de hacer dormir a otro".
Anoche soñé que volvía a Locus Solus, aquella gran finca y
lugar solitario que en los días del pasado tanto me fascinó. Y esta
mañana, ya perfectamente despierto, me he dedicado a revisar la novela.
Más allá del deslumbramiento inicial irrepetible, he visto que lo que
más pervive hoy en mí de este libro es el procedimiento que inventara su
autor para crearlo; un método basado en retruécanos y combinaciones
fonéticas y juegos de palabras, tal como lo testimonia el conmovedor y
alucinante texto póstumo del propio Roussel, Cómo escribí algunos libros míos:
"Escogía dos palabras casi iguales (al modo de los metagramas). Por
ejemplo billard (billar) y pillard (saqueador, bandido). A continuación,
añadía palabras idénticas, pero tomadas en sentidos diferentes...".
Ni una sola línea de las historias que Roussel cuenta en Locus Solus y en algunos otros libros suyos surgió de su imaginación, sino del artificial procedimiento,
de sus infinitas combinaciones fonéticas. A veces, pienso que si en mi
literatura he exasperado y llevado al límite el uso de las citas
literarias distorsionadas, es decir, si en ocasiones mi falsa erudición
ha funcionado casi como una sintaxis o modo de darle forma a los textos,
todo eso es deudor de la distorsión de los ecos de aquel procedimiento rousseliano descubierto a una edad en la que aún sabía canalizar mis hallazgos de lector.
Me pareció asombroso ayer volver a observar cómo en Roussel las
combinaciones fonéticas funcionan perfectamente como una sintaxis
incesante y un modo arbitrario y a la vez riguroso de darle forma a los
textos, de darle sentido a todas esas historias que no salen de la vida,
sino de la cibernética particular que inventó en su laboratorio de las
persianas bajadas. Nada de lo que contaba procedía de su imaginación, a
pesar de que era muy imaginativo. Y es que en realidad Roussel jamás viajó.
Aun habiendo dado dos veces la vuelta al mundo, jamás le llegó algo
desde fuera, jamás el exterior hizo mella en el paisaje interior de su
cráneo. En todos los países visitados veía tan sólo lo que había
previamente escrito de antemano en su -avanzado para su tiempo-
revolucionario laboratorio cibernético.
Fue un hombre que vivió siempre en un lugar solitario, tan aislado
como incomprendido, o sólo comprendido por los surrealistas, a los que
él no comprendía. Su forma de ser parecía triste, pero él pensaba que
llevaba una vida de frecuentes alegrías, ya que escribía sin parar,
hasta la extenuación cada día. Navegando por los mares del Sur, recibió
una carta de un amigo en la que le decía que le envidiaba por las
puestas de sol que estaría viendo. Le respondió inmediatamente que no
había visto ninguna, ya que trabajaba en su camarote y no había salido
de él desde hacía semanas.
Ayer, tras soñar que volvía a la finca de Canterel y pasar después a leer Locus Solus
por enésima vez, me pareció ver que en el camino de la vida, y ya desde
la primera lectura de ese libro, me viene acompañando la confortable
sospecha o gran revelación de que puede uno crearse un procedimiento
propio, perfectamente artificial, para construir una obra inmensamente
verdadera.
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