En los años sesenta el viento que soplaba en el subsuelo provocó un
terremoto. La muerte de Kennedy en noviembre de 1963 y la llegada de los
Beatles en enero de 1964 fueron la clausura y el inicio de las
hostilidades entre lo viejo y lo nuevo. El conflicto nació antes en
Madison Avenue que entre la población. A principios de los sesenta las
agencias de publicidad evolucionaron. El férreo dominio de una
tecnocracia cedió, y el apogeo de los creativos irrumpió para quedarse.
La edad media de los dirigentes sufrió un vuelco histórico. Los jóvenes
ocuparon las posiciones de poder y el atrevimiento, tan reprimido hasta
entonces, estalló hasta límites inconmensurables. Muchos de estos
profesionales anticiparon el espíritu de la contracultura y lo emplearon
con descaro y réditos para generar su particular giro copernicano. Al
ir por delante supieron leer bien el contexto y sacarle partido. Los
elementos anquilosados desaparecieron y los anuncios se llenaron de
fundamental ironía, ropas de colores chillones, chicas de California,
actitudes rompedoras y una feroz autocrítica que lavaba la cara a los
errores de los mayores, estableciendo un lenguaje que hacía guiños
constantes a hippies y otros grupos al tiempo que, el paradigma
es el caso Wolkswagen, ofrecían productos bajo consignas de longevidad y
fiabilidad. Lo veloz y lo intemporal en armonía.
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