03 julio 2009

Renacimiento


Habla igual que crece un árbol. Parte de una idea, el tronco, y su discurso se desparrama en mil ramificaciones hasta que, no se sabe cómo, vuelve a la raíz. Cada una las palabras de Bill Viola merecería ser enmarcada; una hora de conversación con él sabe a poco. Por suerte, al cabo de un rato volvemos a vernos por Ciutat Vella: «¡Ah! Qué bien que la encuentro –exclama–. Se me ha olvidado decirle algo importante. Estamos en crisis y todas las grandes ideas e instituciones se desmoronan. Es como un bosque con grandes árboles caídos donde, ahora sí, la luz puede llegar hasta la última brizna de hierba. Los jóvenes no deben temer la crisis, sino sentirse fortalecidos por ella. Ellos nos dirán qué tenemos que hacer a partir de ahora.
–Pido prestado el título de un festival que empieza mañana en Barcelona: ¿Para qué sirven los artistas?
–Los artistas de hoy tienen una función muy importante. Toda la información que recibimos ha sido manipulada para que creamos en una idea, compremos algo o votemos a alguien. En cambio, el trabajo del artista es el único que no está manipulado. Nadie te dice qué hacer ante una obra que sale del corazón.

–Pero muchas veces no sentimos nada ante una pieza de arte contemporáneo.

–Estamos saliendo de un periodo de la historia del arte muy desafortunado. El mercado del arte se ha convertido en una maquinaria económica y los artistas pueden ganar billones de dólares a cambio de ceder en su visión de las cosas. Cuando yo salí de la escuela de arte, en 1973, no tenía dinero y hasta los 41 años no expuse en una galería comercial. El videoarte era nuevo y minoritario; lo hacíamos por amor y por compromiso con aquella nueva idea. Éramos como el Salon des Refusés de París ( Salón de los Rechazados).
–Dígame algo que anime a la gente a ver su vídeo The Messenger, que se proyecta en la capilla de Sant Nicolau, en Girona.
–Es el último grito en tecnología visual, vídeo de alta definición, dialogando con espacio y una cultura antiquísimos. Lo viejo y lo nuevo juntos. No podemos olvidar el pasado, allí es donde yo busco inspiración. ¿Sabe? Miguel Ángel tenía 24 años cuando hizo La Piedad y Rafael 26, cuando hizo La estancia de la Signatura. No eran viejos maestros, sino jóvenes radicales. Los jóvenes locos por internet y por las computadores son como Miguel Ángel. Tienen maneras nuevas de hacer las cosas. Estamos viviendo tiempos muy creativos, similares al Renacimiento italiano, que fue un cruce entre el arte y la ciencia y la espiritualidad.

–Su primera muestra de vídeos en un museo fue en 1973. ¿Recuerda la reacción del público?

–Me acuerdo muy bien. Monté seis monitores de televisión, tres arriba y tres abajo, como si fuera una pared. Las imágenes fluctuaban entre el presente y el pasado. La gente estaba fascinada. Nadie dijo: «¿Pero esto es arte?». Bueno, un tipo pensó que era el circuito cerrado de seguridad del museo, ja, ja, ja. La gente sabía que estaba viendo algo nuevo. Los seres humanos son curiosos, ese es nuestro mayor potencial. El videoarte se hizo popular al instante porque la gente tenía una tele en casa y podía entenderlo. Si hubieran tenido un Jackson Pollock en el comedor, también hubieran entendido el expresionismo abastracto en el acto. El vídeo fue el primer medio que habló en una lengua común, es la nueva lengua vernácula del mundo.

–¿Qué diferencia hay entre usted y un director de cine?

–Precisamente, fui al estreno en Los Ángeles de Tetro, de Francis Coppola, a quien conocí hace 30 años en los laboratorios de investigación de Sony en Japón. Es una película increíble, tan compleja y al mismo tiempo tan natural... La tecnología nos permite preservar momentos mágicos y aumentar nuestro autoconocimiento, quiénes somos y a dónde vamos. La tecnología es nuestro reflejo. Yo he hecho vídeos con 85 técnicos, 300 extras y 18 especialistas. Cualquiera hubiera dicho que rodábamos una película de Hollywood. Pero lo importante no es la técnica, sino lo que tienes en el corazón y lo que puedes ofrecer a los demás.

–No lleva reloj, ni móvil.

–No. Tengo una relación muy mala con el tiempo, con el tiempo que marca el reloj. Siempre llego tarde a todas partes; no tengo prisa. Lo considero una bendición.

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