25 abril 2009
21 de abril
Durante siglos, en la larga Modernidad que se inició con Bacon, Descartes y Newton y que hoy todavía se deja sentir, se nos repitió con insistencia que sólo el mundo de la ciencia y las instancias racionales llevarían a la humanidad a su emancipación.
Lo peligroso de este aserto no fue la idea misma, sino sus excesos: la evolución hacia un racionalismo feroz que ha ido expulsando del mundo a cuanto no le era funcional: el amor, el llanto, la risa, el abrazo amoroso..., la vida en su expresión primera, la que contiene al ser humano en su totalidad.
La ciencia que nació entonces, reduccionista, determinista y mecanicista, inició así un camino en solitario que, si bien permitió alcanzar notables éxitos en la resolución de problemas concretos (fabricar un avión, curar enfermedades...), cayó en una especialización diseccionadora bajo la cual el ser humano y la naturaleza fueron contemplados a modo de máquinas, como lo haría un relojero. La fragmentación social que hoy vivimos, la pérdida del sentido de unidad con todo lo existente, el panorama de un mundo divido entre un Norte y un Sur cada vez más distantes, son, en buena medida, consecuencias de este modo de contemplar la realidad, como una colección de piezas aisladas y no como un verdadero conjunto organizado en el que el todo y las partes se imbrican íntimamente.
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